Prólogo
Las primeras veces que me paré detrás de un púlpito para predicar, me estaba preparando para iniciar una carrera en negocios. Sin embargo, cada vez que yo terminaba de dar un mensaje un puñado de personas me decían que era evidente que yo tenía el don de la evangelización. Cuanto más predicaba, más escuchaba ese comentario. Aunque escuchar esas palabras me daba mucho aliento, en realidad no entendía en ese entonces las implicaciones de lo que me estaban diciendo. Pararme a predicar era algo tan nuevo para mí que no había profundizado lo suficiente como para reflexionar en la afirmación que me hacían. En aquel entonces aún era un jovencito de la India ─transformado por mi nueva vida en Cristo─ que planeaba trabajar en el campo para el cual me había preparado académicamente, así que por amabilidad más que por otra cosa asentía con la cabeza agradeciendo con sinceridad, pero hasta ahí.
Sin embargo, la verdad es que fue surgiendo en mí un sentimiento especial de misión y de convicción cada vez que me levantaba a proclamar el maravilloso evangelio de Jesucristo. Sentía una urgencia intensa de persuadir. Desde el principio supe que quería hablarles a las personas que tenían muchas preguntas difíciles acerca de la vida, personas que tenían un dolor interno y necesitaban de alguien que le hablara de esos temas. El Señor estaba usado a otras personas para moldear el llamamiento que me había hecho, todo con el fin de hacerme entender lo que significa la obra de un evangelista.
La palabra evangelismo a menudo provoca emociones fuertes y conflictivas, incluso en los seguidores de Cristo. Involucrarse con los demás en esta labor aparentemente desalentadora puede provocar tanto entusiasmo como incomodidad. Sin embargo, algo sí es cierto, el artículo cuarto del Pacto de Lausanna reconoce que: “nuestra presencia cristiana en el mundo es indispensable para el evangelismo, así como el tipo de diálogo cuyo propósito sea escuchar con sensibilidad para entender. Pero la evangelización en sí misma es la proclamación del Cristo histórico y bíblico como Salvador y Señor, con la visión de persuadir a las personas para que lo conozcan personalmente y sean reconciliados con Dios”.
Cuando la evangelización se hace bien despierta un sentido de necesidad en el que escucha, y lo que es aún más importante, el evangelismo que se hace con persuasión demuestra que debido a que el cristianismo es verdad, la respuesta a esa necesidad es provista por él. A Cristo lo debemos ver no solo como la respuesta; sus palabras deben percibirse como la verdad. Esta es una diferencia definitiva ya que la proclamación de los cristianos sobre el ‘nuevo nacimiento’ es única y singular. Después de todo, ningún budista, hindú o musulmán declara que su vida de devoción es sobrenatural.
Como seguidores de Jesucristo no solo afirmamos la maravillosa verdad de que hay una transformación sobrenatural en los creyentes, sino que debemos recordarnos a nosotros mismos que en defensa de la fe que creemos también estamos llamados a vivir conforme a la fe que defendemos. 1 Pedro 3:15 nos da una orden: “sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa [apología] con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros”. Note que antes de estar calificados para dar una respuesta debemos cumplir un requisito. La soberanía de Cristo sobre la vida de Sus seguidores es el fundamento de todas las respuestas que damos.
Una vez que hemos equilibrado las palabras y las obras hay inmensas oportunidades a nuestro alrededor para hablar con personas honestas que nos cuestionan o que son evasivas. El punto de partida para el seguidor de Cristo es que sus creencias y su conducta sean consistentes. A partir de ahí la clave más importante del evangelismo es escuchar más allá de la pregunta de quién nos cuestiona. Responder solo el interrogante sin responder al cuestionador muestra una fe desequilibrada, que no se practica.